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Gordon puede darse por muerto




Sonó el teléfono, amortiguado por la gruesa chaqueta de Tommy, dos, tres veces antes de que el muchacho metiera la mano en el bolsillo y sacara el diminuto aparato y se lo pusiera en la oreja mientras veía pasar los edificios de Elephant and Castle desde el segundo piso del autobús 68, que va de Aldwych a West Norwood.

Oír una conversación telefónica en el servicio de transporte público de Londres es algo común porque una de cada dos personas en Gran Bretaña tiene un teléfono celular, y prácticamente todos han sido sujetos, objetos o testigos de algo parecido:

- Estoy en el tren -dice la persona en el teléfono-. Acabamos de salir de London Bridge. Llego dentro de diez minutos.

Pero Tommy no dijo nada. Sus compañeros de viaje lo miraron sin interés, sin prestar atención a sus palabras, hasta que comprendieron la verdadera dimensión de su tragedia.

-¿Que hizo qué? -exclamó Tommy, súbitamente pálido, apretando su Nokia amarillo-. ¿Que hizo qué?

La repetición de una pregunta para la que parecía no haber respuesta despertó el interés de algunos pasajeros que poco a poco se fueron enterando de la historia.

El que había llamado era Jimmy. Jimmy se enteró de que Gordon vivía con Serena y -por alguna razón que nunca se llegó a saber- la había golpeado. Los demás se enteraron de que Serena era hermana de Tommy, y que la golpiza se produjo después del desayuno.

Tommy cortó la comunicación. Después de un momento -que invirtió en mirar a la gente que caminaba por las calles de Camberwell- marcó un número con dedo impaciente, y le contó a su padre la historia que le había contado Jimmy.

-El hijo de perra está muerto -advirtió a su padre en el teléfono, a los pasajeros en el autobús y a quien quisiera escucharlo-. El hijo de perra está muerto. Cuando estaba en el suelo le dio una patada en la cara.

Tommy volvió a cortar la comunicación, volvió a mirar al mundo que circulaba allá abajo, y marcó otro número.

-¿Rodney? -preguntó a quien lo escuchaba-. Rodney, Gordon puede darse por muerto. Yo lo voy a matar con mis propias manos. Ve por Serena, que está en la casa de mi mamá. Llévala a la casa de Gordon. Llama a los muchachos. Gordon puede darse por muerto. Yo lo voy a matar con mis propias manos.

Una vez más, Tommy cortó la comunicación. Miró sin ver a sus compañeros de viaje, que a estas alturas ya no se atrevían a bajar del autobús sin saber el final de la historia, y marcó otro número. Le temblaban las manos, y una luz letal le bailaba en los ojos.

-¿Gordon? -dijo casi con cariño-. ¿Gordon-hijo-de-perra?

Hubo un silencio del otro lado de la línea y en el resto del autobús. Algunos pasajeros leían sin leer la misma página del diario desde hacía veinte minutos, y otros contemplaban sus zapatos en silencio.

-Estás muerto -sentenció Tommy cuando el autobús entraba a Norwood Road cerca de Brockwell Park-. Primero te voy a quebrar las rodillas y luego te voy a matar, hijo de perra, para que sepas qué se siente pegarle a mi hermana. Voy por tí…

Tommy cortó la comunicación sólo para marcar otro número. Serena respondió casi inmediatamente, como si hubiera estado esperando la llamada.

-No llores -ordenó Tommy-. No llores. Quiero que te arregles y vayas a la casa de Gordon. Quiero que te vea mientras le quiebro las rodillas, para que aprenda cómo se golpea. Que no llores, te digo.

Tommy escuchó un momento, cortó la comunicación y se puso el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Pegó un golpe en la pared del autobús y maldijo en voz alta. Luego volvió a sacar el teléfono y llamó a Jimmy.

-Diles a los muchachos que vayan a Cristal Palace -gritó en la bocina de su teléfono color amarillo-. Allá nos vemos. Gordon está muerto. Lo voy a matar yo mismo.

A la izquierda se veía el cementerio de West Norwood, y más allá el fin de la ruta 68. Tommy se bajó poco antes de la última parada, agitado y sudoroso, con el teléfono todavía en la mano, girando instrucciones, emitiendo órdenes, manando amenazas, y se perdió entre la gente.

Los pasajeros se miraron con un sentimiento de incredulidad, pensando que pasarían los años sin saber si Gordon terminaría con las rodillas quebradas, llorando arrepentido de haber golpeado a Serena; o si Serena iría a presenciar la golpiza; o si la golpiza iba a ser tan terrible como advertía Tommy.

-Si hubiera sido una película de Fellini, los pasajeros se habrían bajado con él y lo habrían seguido, a ver qué pasaba -indicó Xabier Celaya.

Pero no fue así. Al llegar a la última parada se bajaron todos y caminaron con paso incierto hacia sus casas, a una hora en que otros se asoman por la ventana a ver la noche en el jardín. Más allá se extendía la ciudad, y en ella había millones de personas hablando en sus teléfonos celulares…



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Ashley tiene una pistola
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La noche en que el sistema se vino abajo
Los trenes ya no van a ningún lado
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Reflexiones de un ludita aficionado
Las olimpiadas ya no son un juego
Donde no se atreven la ibuprofen lisina ni el maleato de domperidona
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En tren, en góndola, en el baño
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Gordon puede darse por muerto
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